A mi amigo Enrique Gómez Miguel, un abrazo hasta las estrellas.
“Seamos realistas, pidamos lo Imposible”. Así amanecieron muchos muros y bardas en París en 1968. En medio de dos ideologías dominantes que se disputaban a muerte el liderazgo mundial y el futuro de la humanidad, alguien, en algún lugar de la ciudad más bella de Europa, exigía soñar lo imposible.
La frase adornó muchos discursos de la época. Su evidente contradicción interna no hace sino darle fuerza. No solo no es una pregunta, es una afirmación contundente: ser realista es pedir lo imposible. Y sí, lo es.
En medio del ruido de lo cotidiano, de esas obligaciones permanentes, del pagar las cuentas de la electricidad, del agua, de todo lo que necesitamos para decirle digna a nuestra vida, hay en nosotros mismos un ardiente pensamiento que se niega a morir. El pensamiento de conseguir ir contra la corriente, contra el mundo, contra lo que consideramos normal.
La experiencia de lo normal parece cegarnos. Asumimos que no hay otro tipo de experiencias, de ideas, de vivencias. Parece que la grandeza pertenece a otros, predestinados por el genio, por el talento, por la lotería genética. Nosotros, simples mortales, estamos obligados a pagar hipotecas de veinte años, a tratar de acumular dinero sin saber cómo, a creer que el mundo es una ciudad y no un orbe. Asumimos que la experiencia humana se circunscribe a los cinco kilómetros de realidad que conocemos.
Platón en su metáfora de la Caverna habla de tres hombres a los que les proyectaban con luz, en un telar, a las sombras de varios objetos. Por alguna razón, uno de ellos es liberado y al salir de la caverna, conoce al mundo real. Maravillado por lo que vio, trató de explicarles a sus compañeros que el mundo no eran ilusiones ni sombras, sino hechos concretos y objetos complejos, más complejos que los que habían visto durante años. Su emoción era enorme al describir a las aves, a los árboles, a los océanos. Pero en vez de recibir preguntas, recibió escarnio de sus compañeros.
Esos mismos hombres habían normalizado a las sombras para entender su realidad. El cerebro es un órgano complejo, pero profundamente perezoso: se acostumbra. A todo. Es un mecanismo de sobrevivencia que destruye lo más importante de su estructura: la capacidad de crear cosas nuevas.
Esa capacidad solo se construye con la curiosidad, con el hábito permanente de ver la realidad y entender su mecanismo. Imaginar es crear y crear implica entender las deficiencias con las que los seres humanos han diseñado su entorno, sea el mundo, la política o la empresa.
La labor de la ideología es quitarnos la capacidad de cuestionarlo todo, porque primero, nos venden “verdades” absolutas que explican las complejidades de la existencia en bloques de información simple. Y luego, porque nos impiden plantearlo, verbalizarlo, razonarlo. De todos vemos sanción a nuestras preguntas. Nadie quiere cambiar las cosas, primero porque a algunos conviene, después, porque otros tienen miedo a proponer algo diferente.
El mundo, sin embargo, necesita de los exploradores, de los pioneros, de los inventores y de los que imaginaron de un mundo distinto, más allá de las sombras. Giordano Bruno, el destacado filósofo y teólogo italiano que viviera hace más de 400 años, fue un hombre que miró en las estrellas mundos increíbles, un sistema complejísimo que dictaba el movimiento de planetas, soles, galaxias.
Su idea provenía de la lectura de los griegos, de los filósofos clásicos, lo que lo llevó a afirmar que las “verdades” de su época no solo no eran ilusiones, sino que, sobre todo, eran mentiras. Giordano Bruno entendió que los cálculos matemáticos de los griegos y romanos, no eran suficientes para explicar muchos fenómenos celestes. Por eso, dedujo que había algo más complejo que un Sistema Solar aislado. Debía haber más.
Su ferocidad intelectual lo confrontó con las autoridades de la época. Era imposible, decían, que hubiera más mundos que los visibles.
El tiempo le dio la razón. Cuatrocientos años después, la sonda espacial Voyager logró pasar los límites del Sistema Solar. El ser humano fue capaz, cuatro siglos después, de crear una máquina que vivirá más que él, que verá más mundos que él, que llegará a los confines más recónditos que nadie, jamás.
Tenemos que agradecerle a Giordano Bruno. Su terca rebeldía inspiró a un señor llamado Kepler, que miró y recalculó la ruta de los planetas. A otro señor llamado Copérnico, que entendió que las esferas celestes solo podían moverse si el Sol era el centro del Sistema. Y aun señor llamado Galileo, que inventó un telescopio, que miró que, efectivamente, Giordano Bruno tenía razón. Detrás de Júpiter, más allá de Urano, había mundos inmensos por descubrir. Sin todos ellos, Newton jamás hubiera descubierto la ecuación de la Ley de la Gravedad.
Es allá hacia donde debemos de ir. Hacia las estrellas. Todo lo demás, todo lo que hemos inventado como especie humana, es temporal. Lo único que da motivo y razón a nuestras guerras, a nuestros enfermizos combates entre ideas y artificios es que hemos sobrevivido a milenios, entre cataclismos propios y externos. Pero, sobre todo, que, en este camino, hemos sido capaces de entender que hay algo más, siempre.
No me gusta la época en la que vivo, pero quiero crear una mejor época para los niños del presente y del futuro. ¿Es mejor que la época de mis padres, de mis abuelos, de mis ancestros? Sí. Pero no es la mejor para las generaciones que vienen.
El mundo necesita exploradores, pioneros, personas dispuestas a estudiar al mundo para cambiarlo. Requiere que la inteligencia tenga un mandato moral: mejorar las cosas, no validarlas. No se trata de defender mis ideas en un muro en Facebook, ni de encontrar las múltiples versiones de la verdad en Twitter. Se trata de encontrar aquella que nos haga una mejor sociedad, mejores líderes, mejores exploradores.
Detrás de las ilusiones de pensamiento que generan las percepciones y los sentidos, debe de haber un sentimiento compartido, una sensación de búsqueda, una esperanza de que el conocimiento científico puede alumbrar las tinieblas de lo que viene.
El populismo nos engaña con sus explicaciones simplistas. Con sus acusaciones al otro, al externo a la tribu. Como dijera Zizek, el populismo asume que quien sale de la tribu es culpable del mal de la tribu. He ahí su trampa: como en la película The Village, nos inventa monstruos para no salir de la aldea, en este caso, de la construcción de medias verdades que favorecen a sus dirigentes.
La que vivimos, no es una edad de la ilustración. La Ciencia y la Tecnología están separándose de la política y eso es peligroso. La Economía, por el contrario, está rompiendo a pesar de todo, a los sistemas, aunque no mejorándolos.
Tenemos en un teléfono inteligente pero la ignorancia parece una epidemia. Tribus de antivacunas, terraplanistas, racistas, homofóbicos y muchos otros, usan los avances que la ciencia puso en nuestras manos, precisamente para desacreditarla.
Es una época peligrosa. Si continuamos validando ideologías, comenzaremos a ver extremismos políticos imponer sus reglas. La Ciencia será usada (como sucedió en la Rusia Comunista), para crear una imagen artificial de una sociedad exitosa. Una imagen que esconderá lo mismo que sucedió en la Unión Soviética: la incapacidad para resolver problemas sociales.
John Adams escribió: “Debo estudiar política y guerra para que mis hijos puedan tener libertad de estudiar matemática y filosofía.” Es fundamental que estudiemos al Gobierno y al Derecho para crear mejores sociedades, no para atrasarlas. Quienes ostentan el Poder Político, deben de tener claridad y visión para usarlo en la construcción de capacidades colectivas para que las futuras generaciones tengan un mejor futuro.
Vienen las elecciones locales en Sinaloa y en México. Y toda la clase política sigue en una lucha de personalidades. Nadie ha propuesto soluciones a los problemas económicos, sociales y productivos del estado. Siguen bajo el cliché de decir lugares comunes y mosaicos retóricos. La lucha política está contaminada de ignorancia, de arrogancia, de incapacidad. No tengo la mejor esperanza de que el debate público mejore. Por el contrario, muchos actores van a bajarlo. Esto es peligroso. Sinaloa es un estado complejo, con enormes problemas que cada vez se profundizan.
Mientras, se pierde tiempo para generar una economía innovadora, clústers tecnológicos, desarrollo de espacios seguros. Mientras, la brecha social sigue aumentando, porque se carece de propuestas originales en educación, seguridad, mejoramiento de las ciudades.
El desafío está en ir contra esa corriente de mediocridad y de personalidades vacías. El desafío es construir un presente, de manera permanente, mejor que lo que tenemos.
No auguro positivamente, cambios relevantes para la sociedad mexicana, atrapada en la polarización y en el victimismo.
Mi única esperanza que haya, en Sinaloa y en México, muchos rebeldes, muchos pioneros, muchos Giordanos Brunos, que, con su ferocidad intelectual, escriban día a día, “seamos realistas, pidamos lo Imposible”, cuestionando a la autoridad, mejorando sus comunidades, desafiando las probabilidades, y logren, finalmente, mejorar las cosas.
Si logramos que haya más niños fascinados por un libro, si logramos que, en el día de mañana, sea posible que Sinaloa tenga más científicos, artistas, deportistas... si logramos que un sinaloense ponga un pie en Marte, habremos conseguido lo imposible.
Óscar Rivas es Economista. Maestría en Negocios Globales por la Escuela de Negocios Darla Moore de la Universidad de Carolina del Sur. Maestría en Administración de Negocios por el Tecnológico de Monterrey. Egresado del Programa de Georgetown en liderazgo e innovación y del Curso Emerging Leaders de Executive Education de Harvard. Cofundador de Chilakings Sinaloenses. Emprendedor, Maratonista y escritor.