Del latín “liberare”, pocas palabras podrían ser tan preciadas en el idioma como lo es “liberar”: dejar libre. Nos evoca el cómo se siente el cuerpo cuando suelta un peso que no tendría que estar ahí, que recolectamos en el camino y que ahora, se siente como un montón de piedras. Pero ¿Cómo es que sería posible solo soltar, despejar o arrojar de forma práctica, aquellos sucesos que fueron terribles para nosotros? ¿Dónde, de una vez por todas, se encuentra ese botón que activa ese verbo en nuestro ser? Y es que eso, precisamente nos vende el mundo de hoy en día: Una estrategia y un discurso para ayudarnos a “dejar ir” personas, recuerdos, situaciones y traumas.
Difícilmente podremos acceder a tal cosa. La salud mental, como la física, proviene de un cuidado, de una serie de acciones muy particulares que se enfocan si, al síntoma, pero también al origen de este. De otra manera, al ser superficial, dejaría ese origen, latente y pausado, pero sobre todo disfrazado, listo para emerger una y otra vez, sin previo aviso.
En cierta ocasión, di cuenta de lo doloroso que puede ser hablar de lo que fue guardado bajo llave en nuestra memoria y el matiz infinito en el que intentamos sobrevivir ante el sufrimiento. Salí de mi primera sesión de análisis queriendo regresar en el tiempo y no acudir. Había reconocido muchas cosas y no sabía qué hacer con muchas otras. Hablar del dolor nos obliga a conectar aquello que quisiéramos olvidar, o que creímos ingenuamente que se desvaneció, sin embargo, nada se olvida, aun cuando no seamos capaces de recordarlo. Y así vamos, revistiendo de ornamentos lo que podemos, cargamos de “no me importa” aquello que por supuesto, nos importa y mucho.
Para llegar a la salud mental lo importante no es soltar, sino justo lo opuesto, es sostener para darle un lugar, a la emoción, al silencio, a lo que nos dice a gritos “sucedió y no puedes controlarlo”. Quién se atreve a salir de las penumbras de los eventos traumáticos y asir lo que duele, es quien poco a poco va caminando, da dos pasos, quizá uno, pero no se queda en el mismo lugar. Hablar de sanar, lleva entonces la premisa de observar correctamente, de donde supura la herida, hacerla visible para curarla, y muchas curaciones, efectivamente duelen para después darnos alivio.
Millones de personas acuden a valoraciones médicas por síntomas (o manifestaciones subjetivas del inconsciente), que atribuyen a una “falla” en su organismo: temblores, respiración agitada, presión en el pecho, fatiga inexplicable o entumecimiento de alguna parte del cuerpo. Nadie nos explicó que somos un todo, un cúmulo de factores biológicos, sociales y emocionales, nuestro cuerpo será, el reflejo de ese espejo. Tenderá a hablar por lo que hemos callado y por supuesto, cada una de nuestras células y tejidos que forman nuestros órganos, son representantes en primera fila, de esas dolencias. Sumemos la predisposición familiar, nuestra genética y todo aquello familiar que, queramos o no, portamos con nosotros en cada estación.
Ir a terapia no nos dará una píldora mágica de bienestar. Nos dará la herramienta para labrar y sudar. Nos será cansado, por un bien mayor: Podremos trasmitir a nuestros hijos ese bienestar que esculpimos desde cero, en nuestra persona y a pesar de las circunstancias. No será fácil, no será instantáneo. Con seguridad sabemos que lo inmediato que brilla, no necesariamente tendría que ser oro.
Acudamos con profesionistas de la salud mental, forjemos esa cultura como un legado para nuestros hijos: seamos junto a ellos, un referente distinto de bienestar y plenitud.
Fabiola Rivas Inzunza es Psicóloga por la Universidad Metropolitana de Monterrey, actualmente, es terapeuta en el Centro de Apoyo Psicoterapéutico, atendiendo niños, adolescentes y adultos. Forma parte del programa de inclusión educativa en una institución privada e imparte talleres virtuales sobre el reconocimiento de emociones en niños.